A las 4:35 PM de un soleado cuatro de marzo, salía de la
estación de trenes el señor Jacinto López, hombre cuarentón, pintor de
profesión y poseedor de una pequeña fortuna. Caminaba por la orilla de la acera
derecha enseñando esa sonrisa amplia que le regaló la genética y que no se
dejaba ver desde hace unas semanas. Era el cumpleaños de Cecilia, su esposa.
En su casa, había dejado todo
preparado. Esa sería la mejor cena romántica de la historia. En la mesa, dejó
servidos dos platos con paella. Junto a los platos, estaban dos copas llenas de
vino junto a la botella. La mesa estaba toda cubierta por pétalos de rosas
rojas, al igual que la cama y el camino para llegar a ella. Luego de poner a
hervir algunas bellotas en una olla con agua, la casa olía a eucalipto. Es muy
difícil crear un ambiente lo suficientemente romántico para una mujer, pero él
sabía que a ella no le importaría mucho si aquella atmósfera temporal tuviera
algún pequeño defecto.
Dejó sobre el sofá una caja
envuelta, en la que estaba un libro grande, un poco pesado y con tapas
metálicas. El autor era un poeta muy famoso que ambos admiraban mucho, aunque
más ella que él. Ella era capaz de recitar la mayoría de sus poemas de memoria,
y a él le encantaba escucharla para calentar algunas de sus muchas noches frías
y callar por un rato los pensamientos sobre la muerte, que solían invadirlo
casi siempre a la misma hora. En la hoja donde aparecía su poema favorito, dejó
escondidos dos tiquetes de avión, junto con dos entradas para asistir a uno de
sus recitales en París, ciudad de la que el poeta es oriundo y que ella siempre
quiso conocer. “¡Cómo me gustaría ver su rostro de emoción cuando vea eso!”,
pensó Jacinto mientras seguía caminando.
Finalmente, Jacinto llega a su
destino: el árbol de eucalipto que fue testigo de ese primer beso que se
dieron. Aquel árbol queda justo al lado de un lago que era la fuente de agua
potable de la ciudad. Ese escenario se había convertido en el lugar favorito de
Jacinto; una especie de refugio personal. Cuando sentía presión de cualquier
tipo o necesitaba ideas, tomaba un tren hacia allá, se sentaba apoyando su
ancha espalda en el árbol y se ponía a pensar en muchas cosas. Casualmente, la
muerte jamás era algo que pasara por su cabeza cuando estaba allí. Ese lugar y los brazos de
Cecilia eran sus espacios de paz.
Saca de su mochila dos hojitas. Las
observa un rato. A pesar de la situación en la que se halla envuelto y de la
decisión que había tomado, en sus ojos no se asoma ninguna lágrima. Su sonrisa
permanece intacta, limpia, como si su intención fuera enseñársela al viento. En
su mente jamás vivió algún auténtico sentimiento de nostalgia, envidia o
amargura. Él solamente sabía sentir amor. Amor hacia Cecilia, que era lo único
que tenía en el mundo.
La primera hoja era una carta de
la compañía aseguradora, en respuesta a una que él les había enviado.
Señor López
Agradecemos que se tome el tiempo de escribir. Con mucho gusto
resolveremos su inquietud. En caso de su fallecimiento, asesinato o
desaparición, su esposa, Cecilia Ballesteros de López, recibirá la suma de
quinientos millones de pesos, por concepto de seguro de vida. Esta suma le será
entregada justo después de investigar las causas de su muerte.
Si tiene alguna otra duda, escriba por este mismo medio y responderemos
sus inquietudes con todo gusto.
Liliana Navarro
Asesora comercial
La otra hoja era la primera foto
que se habían tomado juntos luego de casarse. Al respaldo, él había escrito algo
que ella jamás leyó, pero que él siempre recordó.
“De ahora en adelante, la misión más importante en mi vida será hacerte
la mujer más feliz del mundo”
Él sentía que no cumplía del todo
bien con su nueva misión. Aunque a veces Cecilia se veía feliz a su lado, otras
veces lo hería con la sutileza que caracteriza a la mujer y hacía que pareciera
que era su culpa. De repente, todo lo que él hacía comenzó a estar mal. Ella
comenzó a estar más tiempo fuera de casa y, al llegar, su actitud tenía la
misma dulzura que un puñado de aserrín. Él, sin saber qué estaba haciendo mal y
sabiendo que era ilegal (porque él siempre fue muy respetuoso de la norma), revisó
las cartas de su mujer. Después de eso, se le ocurrió. Se valió de sus conocimientos
sobre tipografía para escribir una invitación al amante y amor de la infancia
de su bella Cecilia a su casa, que él mismo construyó hace años, con el motivo
de la celebración de esa fecha especial. Esa sería la mejor cena romántica de
la historia.
Se levantó, dejando atrás su
corazón, sus objetos preciados y su instinto de conservación. Se ató los pies
con los cordones de sus zapatos, se ató las manos con una cuerda de cabuya gruesa
previamente anudada (para hacer fácil el trabajo de amarrar algo a la altura de
la espalda) y, a la hora en la que, según sus cálculos, su mujer estaría entregándose
a aquel hombre que era su verdadero amor, se dejó caer al agua. “Por fin,
Cecilia es la mujer más feliz del mundo”, pensó Jacinto, mientras el dióxido de
carbono alojado en su cuerpo se encargaba de quitar del camino aquello que impedía
la felicidad de su mujer.
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