3 de junio de 2012

Algo 95 (Pensamientos a pie)


Si es la primera vez que lee este blog, por favor, sírvase en leer el Aviso al lector http://bit.ly/qHr03L

Son las nueve de la mañana. La profesora está comenzando a hablar más bajo de lo normal. Eso significa que responderá una o dos preguntas más a los que siempre se hacen adelante (que no son los más aplicados sino los más puntuales) y dará por terminada esta clase. Dejé de escucharla desde hace un buen rato, aunque mis apuntes digan que he prestado atención hasta a sus chistes flojos. La verdad, no pienso en cómo puedan repartirse n y m para formar un bonito orden de reacción, cosa que no es tan difícil como parece a simple vista (y ojalá lo hubiese notado antes de ser expulsada una vez). Me escriben por teléfono y el estómago se me revuelve como tambor de lavadora. ¿Amor? En absoluto. Hace un buen tiempo despedí a ese empleado que controlaba esa sección de mi cabeza, produjo esa enfermedad imitadora y letal y dejó serios daños en la oficina, cuyas reparaciones tardarán unos cuantos años (con un poco de suerte). Por el momento, le dejo el amor a esa gente que no se acuesta a dormir (ni se levanta, baña, viste, come, lee…) pensando en la muerte o se mira en cada cosa que la refleje para encontrar más defectos que pueda recriminarse.

El que está al otro lado del teléfono es mi mejor amigo. Le he contado que tengo miedo por lo que viene. Miedo y una presión como para reventar globos oculares, sumados a mi complejo de insuficiencia; ese que comenzó a desarrollarse desde que me miré al espejo y noté que, a diferencia de las otras niñas, yo no tenía (y jamás tendré) mejillas gruesas, y me hace desconfiar de mí al punto de responder a cualquier pregunta con un “¿por qué supones que yo sé eso?”. Él trata de tranquilizarme (cosa que hacen los amigos que aún conservan algo de fe en ti) mientras me recuerda algunas cosas que no debo olvidar si lo que quiero es aprobar ese examen que presentaré en media hora, más o menos. Obtener una buena calificación no es cuestión de vida o muerte, pero aplacaría un poco la moral perdida al recibir tantas malas noticias en una sola semana.

Empaco mis cosas, me levanto y comienzo a caminar hacia la salida. Noto que ha sido un error gravísimo traer pantalón pesquero hoy. Cuando salí de casa, el sol estaba tan escondido entre las nubes grises que, si no existiera el reloj, cualquiera pensaría que son las cinco de la tarde. Empieza a aparecer ese dolor en los tobillos que siempre se manifiesta cuando el frío ataca. Mientras doy zancadas buscando un baño, enciendo el reproductor de música del teléfono. Me he malacostumbrado a caminar con música. Desquito mi despecho con el botón del manos libres, pasando cada canción de The Cure que suena. En un principio, me llenaba de alegría escuchar su música y me sentía identificada con cada vocal, con cada acorde, con cada pensamiento. Luego, se convirtió en el recordatorio permanente de las palabras de alguien que conocí por internet. Luego, comenzaron a abrir un profundo agujero en mi cabeza, que apareció cuando noté que sus palabras eran falsas y que cualquier persona puede disponer de mí aunque yo le entregue todo lo que puedo ofrecer, simplemente porque mi piel y mi confianza no hacen parte de tal inventario. El fastidio ha crecido tanto que he llegado a borrar canciones buenas, como “A boy I never knew” y “The Perfect Girl” de todos mis discos duros y he llegado a pensar en vender o regalar mi colección. Son pensamientos impulsivos, que calmo convenciéndome de que las heridas cerrarán algún día y podría arrepentirme de regalar lo que tanto me ha costado juntar. Encuentro “Young and proud” y sigo caminando, buscando un baño que no esté lleno o cerrado. Son las nueve de la mañana y cinco minutos.

Luego de usar el baño, pararme frente al espejo es una tentación irresistible. Ahí estoy, con las ojeras que tendría una persona saludable pero que no durmió lo suficiente. Como jamás he tenido color en esos pedazos de carne bajo los pómulos que cubren la dentadura, no me preocupo por el rostro pálido. Aunque ya se borró el labial, no voy a retocarlo. No tengo muchas ganas. Además, ¿a quién le importa si uso labial o no? Eso no es más que un hábito que he adquirido sin razón aparente, como el de esa gente extraña que no se siente cómoda sin aretes.

Encuentro ese pequeño pasillo que une los dos edificios de Química y Farmacia. Mientras lo atravieso, encuentro una parejita haciendo contacto visual mientras se abrazan por las caderas. No puedo evitar sonreír. La gente suele llenarse de envidia al presenciar esa clase de escenas, y no entiendo la razón. En una universidad como esa, donde sales agotada aunque hayas dormido y comido muy bien, un foco de felicidad siempre es bueno. A diferencia de la energía, la felicidad sí se crea y tiende a contagiarse, y las esperanzas en la humanidad se refrescan al saber que una persona puede sentirse espontáneamente plena y feliz, así sea por un lapso corto. Ya que me es imposible brillar con luz propia (y la felicidad no es algo que una persona como yo merezca), un poco de claridad ante mis ojos es motivo suficiente para ser agradecida por el privilegio que es estar viva y tener uso de razón para notarlo. Siento un poco de alivio y camino hacia los escalones. Nueve de la mañana y diez minutos.

Como mi amigo sigue enviando mensajes, me veo obligada a caminar con el teléfono en la mano. Es probable que haya dejado de saludar a alguien que se me haya cruzado en el camino. Ese es el motivo por el que no me gusta mucho la idea del teléfono inteligente: porque llega el momento en el que la gente (y los postes, las paredes, las escaleras, el popó de perro…) que está alrededor desaparece de la vista del usuario. La realidad se reduce a tres pulgadas, teniendo en los ojos un lente de ángulo amplio. Paso por encima de otras personas que esperan con cuadernos en mano para presentar el mismo examen. Finalmente, aparto la vista de la pantalla y busco caras conocidas. Una de mis compañeras de laboratorio está sentada con su cuaderno en las rodillas. Me siento a su lado y mi personalidad muta. Aunque jamás miento acerca de mis pensamientos, opiniones y sentimientos al hablar con los demás, mi personalidad solamente sale a flote cuando me siento a escribir. Los lápices, a diferencia de la gente, no lastiman. Es así como la saludo de la forma más efusiva posible para una persona que no toca a nadie.

Saco la pequeña ficha bibliográfica que preparé para no olvidar las ecuaciones que yo considero importantes, se la muestro, le cuento lo que mi amigo está haciendo y la vuelvo a mirar, como si  mis ojos fueran una cámara fotográfica capaz de retener lo que estoy viendo sin disolver el recuerdo en el momento de tensión máxima. Entonces, pasan otros estudiantes para saludar a sus compañeros y sentarse al otro lado del pasillo. Entre esos, aquel muchacho cuya personalidad y apariencia física utilicé para ser uno de los personajes de un cuentito que escribí hace tiempo. Su participación consistía en recibir una bomba que, probablemente, explotaría en sus manos. Una bomba oculta en una mochila. En mi retorcida imaginación, la mochila era de color azul, como la que tuvo que cargarme alguna vez porque no podía llegar a tiempo para cargarla yo misma. Esa vez en la que, sin que ni él mismo lo notara, le expuse la razón que tendría para odiarlo y alejarme de por vida de él, aunque no le niegue el saludo o la palabra ocasional. Digo “sin que ni él mismo lo notara”, porque una vez escribí sobre ello y, cuando lo pudo leer, no comprendió lo que quise decir. Eso es extraño. Él siempre presumió de memoria fotográfica, así como presumía de la elocuencia que le faltó al arruinar una exposición para cuya preparación, literalmente, parí piñas. Nueve de la mañana y quince minutos.

Giro mi cabeza hacia las escaleras del edificio. Entonces, veo a otra compañera de laboratorio. Todo el mundo ha tenido cerca a uno de esos focos inagotables de energía positiva, y ella es uno de esos. A pesar de no ser la mujer más agraciada que pudieras encontrar, en su semblante se nota que es una persona que no ha tenido una vida fácil, pero ha sabido transformar las dificultades en oportunidades y ha salido adelante, convirtiéndose en agente de paz y persona destacada y admirable entre quienes la rodean. De esas personas por las que el Cielo merece un sentido agradecimiento, al darte la oportunidad de conocerlas. Se acerca con el libro de física entre las manos y la sonrisa que la caracteriza. Junto a ella está su amigo, de amplia cultura general, excelente dominio del idioma universal que es la matemática, extraño pero agradable sentido del humor y un puñado de intereses bien definidos, entre los que (a juzgar por ese brillo especial y hermoso que aparece en la mirada del varón cuando la enfermedad imitadora aparece) parece encontrarse la sonriente y encantadora jovencita que camina junto a él. Sonrío y hago mis apuestas, sin decir palabra a la compañera que tengo al lado. Es un poco incómodo pensar que puedo llegar a ser una verdadera molestia cuando me acerco a hablarles, porque no tengo nada para ofrecer y ellos son geniales. Tal vez, hasta les caigo mal. Un saludo y preguntas de rigor, al estar a la víspera de un examen. No sé por qué supones que yo sé eso. Nueve de la mañana y veinte minutos.

Le explico al joven que mi mejor amigo está refrescándome la memoria vía WhatsApp. Parece sentir curiosidad por la charla, el teléfono o algo, así que se agacha y lo toma,  tomando parte de mi huesuda mano en el proceso. Entonces, y como un acto reflejo, mi rostro se desfigura. Cuando alguien se atreve a tocarme “demasiado” sin mi consentimiento, y aunque no sea intencional, vuelve a mi cabeza el recuerdo de una niña de ocho años, con su cabello castaño, largo y liso, corriendo asustada hacia el armario de su abuelita para ocultarse de un enemigo que no comparte con nadie y que mide dos metros más que ella. La sensación de suciedad abre llagas que jamás cierran y que están expuestas a puñados de sal que la gente avienta cuando me tocan de más. Mi respeto hacia la gente (en especial, a los varones) crece cuando respetan aquello y conservan su distancia. Él no nota mi cara, porque se levanta y gira la vista hacia la sonriente jovencita. Nueve de la mañana y treinta minutos.

Hacer clase luego de esa hora es teóricamente ilegal, pero la gente no se va, al tratarse de un parcial que podría ayudar a muchos. Nadie se arriesga. El profesor llega y todos se levantan de su pedacito de suelo para tomar un asiento en el salón. Una discusión existencialista y fútil, aunque más fútil, y recibo la hoja para diligenciar. Nueve de la mañana y cuarenta minutos. ¿Esto es en serio?

No hay comentarios:

Publicar un comentario