6 de octubre de 2012

Lamento trendy

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Lamento mucho no haber leído tantos libros, ni haber escuchado tanta música, ni tener el rostro perfecto, ni haber nacido un poco antes. Lamento no poder vestir mejor, ni pedir domicilios a diario, ni tener una vida social activa, ni ver cursos de tantas cosas que quisiera saber. Lamento mucho verme al espejo cada día, preguntarme "¿qué hiciste/harás hoy?" o "¿eres una mejor persona?" y responderme "nada" y "no".

No tienes que lamentarte conmigo. Solamente te pido que me dejes llorar cuando necesite hacerlo y reír cuando la vida, acostumbrada a darme para quitarme luego, me deje probar el sabor de la satisfacción por un breve instante.

Quédate.

 

5 de octubre de 2012

Abril



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Cerré la cartuchera, entregué la hoja al profesor y salí del salón. Después de mí, quedaban dos muchachos más: el Gordo Ramírez, que ya cabeceaba por el cansancio de la larga jornada anterior, y Luna, con su cara de angustia que ya puedo reconocer sin problema después de dos años de tazas de capuchinos y panderitos, almuerzos con ella, tareas con ella, noches de trabajo en los que tuvo que dormir en mi cama y yo fui la guardiana de su sueño... Aunque quisiera, no podía esperarla. No podría contener mis lágrimas. Mi decisión no tenía marcha atrás.

Me las arreglé para que mi cabello negro, liso y espeso redujera mi campo visual y que mis ojos, cubiertos por unas gafas que disimulan muy bien la falta de sueño que el dolor causa, no se encontraran con los de ninguno de mis compañeros, que esperaban a la salida del salón. Aún así, llegó Juan a saludarme y no pude ser descortés. Jamás he podido. Ni siquiera con él, aunque pueda parecer que lo merezca. “Juan” significa “Dios se ha apiadado”. Si existe un dios, definitivamente se apiadó de Juan al dotarlo con la suerte de un conejo y sin un gramo de vergüenza. No creo que haya otra explicación para los frecuentes fraudes que comete durante los exámenes sin ser descubierto una sola vez, o para la insólita limpieza de sus ojos (azules, enormes, saltones y con la distancia suficiente entre sí como para hacerlos difíciles de mirar) después de hacer algo tan horrible. Sin embargo, creo que en este momento no soy la persona más apropiada para juzgar morales ajenas. No sé si lo desprecio por tramposo o por ser amigo de David. Como no podía esperar, le entregué la maleta que Luna me había prestado, para que se la diera a ella, y me fui.

Salí del edificio de Química y comencé a mirar las paredes de la universidad. Lo hice a la ligera. Caminé  (mejor dicho, marché)  hacia la salida de la UMAS. Al estar lo suficientemente lejos, me di la vuelta por unos segundos. Me dije a mí misma “mírala: será la última vez”.

Cuando ya estaba cerca de llegar a la estación del bus que me traería a casa, sonó mi teléfono. Era Luna. Agradeció por su mochila, preguntó por el examen y me reclamó por no esperarla. Le dije que no podía quedarme porque debía terminar un asunto en mi casa. Me contó que David acababa de regalarle una caja de bombones rellenos con avellana (sus favoritos). ¡Oh, David! Ese muchacho fue su amor platónico por meses hasta la semana pasada, que se convirtió en su novio. No dije nada. Colgué.

Me subí al bus para llegar a casa. Al irme de pie, y luego de buscar rostros conocidos y no encontrarlos, me puse a observar los desconocidos. Entre ellos, había una niña en un uniforme de baloncesto, como el que usé cuando me interesó volverme una persona activa (y fracasé por desmayarme tanto). Una medalla de plata colgaba de su cuello. Estaba llamando a su mamá, para decirle que había ganado la mención de honor por haber marcado la mayor cantidad de puntos en el campeonato. Cuando logré conseguir un puesto en la ventana, noté que mis ojos verdes estaban hechos un charco; y es que me gustaría traerte mejores noticias, como las que te traía cuando tenía ocho o diez años y mi boletín de calificaciones era impecable.

Hablar de la Universidad Mayor de América del Sur es motivo de orgullo para todo aquel que ha tenido el honor de entrar a sus aulas a recibir una clase. No es gran cosa para quienes la miran a diario desde los ventanales de un autobús o para aquellos que jamás lograron obtener un cupo allí  y tuvieron que consolar su tristeza con disculpas tontas; para los estudiantes, no es más que el mismísimo sol, porque todas nuestras vidas giran a su alrededor. Tus viejos amigos de la infancia y adolescencia pasan a segundo plano porque la UMAS absorbe hasta lo más profundo de tu ser. Pensar en ella causa asombro entre tus conocidos y un poco de venenosa satisfacción en el “brillante” alumno de tan prestigiosa institución, en la que reprobar un examen final es motivo suficiente para expulsión.

¿Recuerdas ese día en el que me contaste que había obtenido el cupo? El sedante no me permitió expresar mi alegría o musitar una palabra, pero saberme adentro me impulsó a levantarme de la cama cuanto antes. A los médicos les sorprendió mi súbita recuperación, después de meses de agresivos tratamientos infructuosos y de estar considerando seriamente el desahuciarme. Me sentí motivada por primera vez en mucho tiempo. Supe que había llegado mi oportunidad dorada para hacer algo con mi vida y vencer en la carrera contra el tiempo, en la que parecía que él tenía todas las de ganar hasta ese momento. Mi cuerpo era frágil, pero me decidí a luchar para dejar de ser un desperdicio de soplo vital.

El viaje se hizo eterno. Sobre todo, porque sentí ese incómodo temblor en mi cuerpo y ese dolor de cabeza que ya es inmune a todos mis medicamentos. Ellos me dijeron que, en cuanto sintiera esto, debía ir inmediatamente a la clínica, porque se trataba de una recaída. Ya han pasado 15 días (con sus noches). No te lo dije, y es porque no quiero ir. ¿Para qué pasar por esto de nuevo?

Aunque me digas que tu amor hacia mí te ayuda a soportar todo esto, sé muy bien que extrañas la luz que había en tu vida antes de mi diagnóstico. Pienso en la injusticia que cometería al permitir que se prolongue un dolor que no te mereces. Pienso en el hambre que pasas para alimentarme, en la vida que has gastado trabajando para costear todo lo que me ha mantenido con vida hasta hoy, en las horas que no duermes para revisar si no hay fiebre o convulsiones y en las lágrimas que derramas cada noche esperando a que Papá cruce la puerta, tratando de pasar por alto el recuerdo de esa horrible noche en la que empacó y se fue con “una mujer con menos problemas”. Todo, por una hija ingrata que se atreve a entregar un examen final en blanco.

Tú me dijiste que “Abril” significa “el que espera al sol en primavera”. Si yo fuera David, y no Abril, me hubiese ahorrado las lágrimas del día del diagnóstico, las que derramé cuando volvieron los dolores, las del día en el que presencié su primer beso con Luna y, sobre todo, las que derramo ahora. “David” significa “el que es amado por Dios”, y Luna es mi diosa. Él es la luz de los ojos de Luna, y ella es lo último que quiero que mis ojos vean antes de cerrarse por última vez. Parece que esta Abril se parece más al abril colombiano, porque el sol no aparecerá hasta que el día 30 se sumerja en éter y se disuelva en la inmensidad del pasado. Ya me dijeron que no pueden sacarlo de mi cerebro, que el tratamiento para mantenerlo controlado será cada vez más agresivo y que, por el deterioro de mi cuerpo, ofrece esperanzas de vida cada vez más reducidas.

Una vez imprima esta carta y la foto que le tomé a Luna ese día en el parque, en el que su cabello rubio ondea con sublime elegancia, morderé la pastilla de cianuro con la que mi lengua ha estado jugando mientras te escribo estas líneas. No te molestes en reclamar mi examen: no habrá edificio para cuando vuelvas.