29 de agosto de 2013

Dignitas

Mientras se acercaba a su casa, Carolina sintió un toque en su hombro, que se convirtió en un amenazante brazo alrededor de su cuello en cuestión de segundos. Aquel triángulo de carne y huesos amenazaba con hacerse cada vez más angosto y asfixiarle. Ella forcejeaba casi por instinto; solamente conseguía reducir su espacio y sus esperanzas. Aquel brazo no tenía miedo de arrancarle el aliento a nadie. Entonces, la voz del dueño de aquel triángulo presentó su oferta.

-Su dignidad, por favor.
-¿Disculpe?
-Lo que le digo; su dignidad, por favor.
-La dignidad no es tangible. ¿Cómo quiere que se la entregue?
-Su dignidad o la pongo a chupar gladiolo.
-¡Señor!
-¿No me escuchó? ¡Vaya soltando su dignidad!

Antes de que pudiera decir una palabra más, el abdomen de Carolina fue abruptamente perforado por el arma blanca del agresor en repetidas ocasiones. Como es obvio, la sangre empezó a brotar a borbotones.

-¿Ahora sí me la va a entregar, mona?
-¿Qué quiere que le entregue, señor? Ya me apuñaló; déjeme en paz.
-Entonces, todavía no se le antoja entregarla.

Mientras Carolina perdía toda su sangre postrada en el suelo, el agresor tomó su bolso y empezó a sacar cosa por cosa. Desocupó la cosmetiquera, con sus polvos en tono pálido, su labial vinotinto, una botellita de su perfume favorito y un aplicador de bloqueador solar. Los puso en hilera junto al cuerpo, aún con vida, de Carolina. Revisó la billetera y puso sus documentos y tarjetas de crédito en la misma hilera. Al final, puso su teléfono celular. Evidentemente, Carolina entendió que el agresor no pensaba robarle.

 Cuando acabó con la billetera, el agresor empezó a quitarle la ropa. No se la arrancaba con lujuria criminal; en lugar de eso, lo hacía con cuidado. Sobre todo en el lugar de la herida.

-¿Qué hace? ¡Está en vía pública! ¿Es usted necrofílico? ¡Aléjese de mí, hombre repugnante! ¡Está en vía pública!
-En absoluto.

Cuando logró sacarle todo lo que tenía puesto, Carolina ya había muerto. Nadie soporta tanto frío con tan poca sangre y tantas puñaladas. El agresor procedió a extender las prendas que quitó del cuerpo sobre el charco de sangre que rodeaba al mismo. Vertió vodka en la boca de la mujer y quebró la botella sobre su cabeza.

A la mañana siguiente fue hallado el cuerpo desnudo de Carolina Palmer, joven universitaria local. Sus pertenencias estaban alineadas, justo como fueron ordenadas por el agresor.  Se determinó que había sostenido relaciones sexuales con Carlos Sarmiento, compañero de clase y primera pareja de Carolina. Aunque ese pobre idiota no supiera usar una navaja, fue llevado a prisión por embriagar, violar y matar a su novia. ¿Quién más pudo ser?

Carolina murió creyendo que sería violada cuando fuera incapaz de oponer resistencia. La policía y los vecinos creyeron que esa muchacha fue arrebatada de sus inhibiciones por su pareja, para obtener un remedo de consentimiento de su parte. Carlos, en la cárcel y sabiéndose inocente (pero incapaz de probarlo), empezaba a sospechar que su novia llevaba una doble vida: siempre se mostró como una dulce criatura frente a él y era una borracha incontrolable a sus espaldas. "Las mujeres siempre son así; se revuelcan con duendes un día y dicen que te aman al siguiente".

Nadie prestaba atención al enorme letrero que el agresor, que era aún tan casto como lo fue Carolina hasta esa noche, había pintado con las prendas sangrientas de ella. Era un monumento al crimen perfecto:


¡Qué fácil es robar una dignidad en una sociedad indigna!